jueves, 25 de febrero de 2010

AQUEL CALLEJON









Aquel callejón sucio, siempre a falta de limpiar,



donde escondíamos de niños nuestros juegos,



en el que los primeros húmedos besos



acompañaron las torpes primeras caricias clandestinas,



ocultas y frías bajo su ropa,



aprendices temblorosas de la anatomía de sus pechos.



Aquel callejón en el que los obreros mataban las horas,



unas veces jugando a las cartas,



otras bebiendo a escondidas del capataz;



ese callejón en el que el padre arroja todas las noches



la colilla sin apagar de un cigarrillo fumado en la ventana



mientras de fondo se escucha el mate sonido de un televisor



solapándose con el llanto de un niño



o con los gritos de la discusión de una pareja aburrida de quererse,



echándose en cara los trapos de una rutina desgastada



como esa ropa interior colgada secándose, que cuando la miro



nunca me puedo escapar de hacer con ella un extraño inventario.



Esa misma ventana desde la que el viejo Kavafis



contempló un estrecho callejón, no muy distinto al mío,



después de conocer los labios del cuerpo del amor,



de embriagarse con su sonrosada sensualidad



o con el vino que sube como un murmullo de ruido



de la taberna que hay justo debajo.



O con la soledad que se lo rememora



mientras, como yo, mira a través de la ventana



ese sucio y estrecho callejón en el que Jack y Dean



ultimaron la ensoñación de sus viajes por los amplios espacios



de un continente sin fronteras, con el estomago vacío



rugiendo



por el olor a comida que les llegaba de cualquier puchero puesto al fuego.



Ese callejón al que regreso buscando reencontrar el brillo de mis ojos



para sorprenderme de que aun permanezca habitado,



esta vez por un vagabundo, inerte como una estatua sin desembalar,



mal arropado por los cartones que son su palacio



y cuyas suelas de los zapatos muestran sin reparo unos agujeros tan negros



como las huellas de mi pasado desgastado en mil lejanas situaciones,



capaces de tragarse el espacio, las constelaciones estrelladas,



los paramos, el horizonte, los accidentes, la ausencia, el exilio,



las cosas que emergen, la melancolía, los acantilados,



el vértigo y el miedo de regresar a este extraño y estrecho lugar



que ya no me dice nada ni es mi cómplice.

miércoles, 17 de febrero de 2010

CARMEN





Tú, pareces ignorar o haber olvidado


el peligro del atajo que acabamos de tomar,

mientras yo sigo con el pie a fondo sobre el acelerador

sabedor de que tarde o temprano

la tierra se va a terminar y acabare flotando en el mar.

Cuanto más viejo me hago más miedo le tengo a enamorarme.

Hacerte el amor es como una misión

de dar interminables vueltas alrededor del sol.

Tus caricias parecen arañar mis entrañas

extrayéndome sin dolor lo enfermo de mi alma,

el aliento de tu boca detenido frente a la mía

segrega retador una fría saliva

en comparación con la incandescencia de nuestros cuerpos.

Me despierto en sueños

empapado en lo que pienso es mi sudor

y descubro que es mi semen;

mi semen derrochado y el que elaboro

aun retenido golpeando mis parpados cerrados,

deslumbrados por la blancura de este latir;

y descubro también que no es ahora mi corazón

el que tiene a mi sexo atrapado nuevamente en sus manos,

cuando me vuelvo a encontrar entre tus insaciables piernas

empujando la cascada de mí leche

como un geiser dentro de una pompa de jabón

dispuesta a alcanzar las nubes.

No se de que estas hecha, si eres tierra o mar,

solo que te siento como el magma de un volcán

brillando rojizo en tus ojos, que me miran entre sorprendidos

y extasiados, solícitos de más acción, suplicantes

y déspotas para que nunca pare.