domingo, 10 de octubre de 2010

el cartero de Dios




Que se borre el sendero con mis huellas


y se extravié ese despreciable cartero,

Mercurio ateo y mercenario que en pos de mi atravesó el sol

de las largas y lumínanoslas tardes de mi infancia

persiguiendo mi rastro caliente implacable hasta hoy día,

pisándome los pasos con el hueco eco

de calabozos cerrando sus puertas con un siniestro golpe a mi espalda,

como si en vez de haber vivido

hubiera dedicado toda mi existencia a huir,

como si permanentemente haya habitado en un laberinto de adverbios.





Que pierda sus delgadas y suaves manos

en un milagroso accidente,

como cuando el viento arranca las velas a un barco

o hace desaparecer entre los otoñales montones de hojas

el destino de una constelación

atrapada hasta ahora en un puño cerrado

que se abre dejando caer que la vida fue una pérdida de tiempo.



Que un torbellino lo envuelva y lo desoriente.

Que el vendaval lo ciegue y lo persiga a él

confundiéndolo como la negra premonición

de un coche fúnebre intentando atropellarlo

si toma la decisión errónea de cruzar una calle.



Que Caronte sobornado únicamente con dos monedas falsas

se niegue a guiarlo hasta la orilla

donde me he dejado morir como las ballenas

y no consiga entregarme ese certificado con Dios por remitente,

que a él lo liberé y a mí me pesé más

que una nueva tarea al bueno de Sísifo



El firmamento tiene millones de ojos sin parpados por los que nos observa,

pero como un ciclope la condenación una única puerta

en la que un rejuvenecido Mefisto me aguarda para solicitarme los papeles

y fingir como si no me oyera preguntar: “¿ Qué cielo hace hoy en el inferno?.



Ningún esforzado Homero narrara mi historia

pues mis sueños no son los de Ulises ni mi alma la de Fausto.

Sin embargo, este ensueño me parece haberlo tenido ya antes.

Era jueves, llovía…

Pero hasta ahora nunca el diablo,

que me hacía reverencias en la puerta como a los buenos clientes,

había tenido mi rostro.


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